Vistas de página en total

domingo, 12 de marzo de 2017




#historiasdeamor

En buenas manos
La primavera de mayo de 1993 estaba paseando en barca por la hacienda de Ché Guevara. El paisaje era bucólico, grandes árboles rodeaban el estanque. Al pasar por uno de ellos, vi caer algo del árbol. Era un pequeño pajarillo que caía de su nido y fue a parar a mis manos.
Me quedé perpleja y mis compañeros todavía más. Ellos me decían: ¿Pero cómo puede ser que te caiga el pájaro del cielo? Eso sólo te pasa a ti. Miré al pajarito. Abría muy lentamente sus ojitos y se quedaron mirando los míos, mientras yo le susurré: “No te preocupes, pajarito, que has caído en buenas manos”. Acaricié sus plumas, eran finas como la seda y de color gris de varias tonalidades. Lo acurruqué en mi pecho y se quedó dormido.
Desde ese preciso instante sentí que me necesitaba, dependía de mí y no fui capaz de dejarlo allí. Durante el resto del viaje por Cuba, mi pajarito me seguía, descubrí que no era un pájaro normal, era muy inteligente, podía reproducir o imitar cualquier sonido, no era un pájaro cualquiera, era obediente. Se quedaba donde lo dejaba hasta que volvía a él.
Durante los días siguientes fuimos inseparables. Me acompañó a todas las excursiones, se posaba en mi hombro y yo podía caminar tranquilamente. Con mucha paciencia le iba dando de comer con una jeringa y con cantidades pequeñas de comida que yo previamente masticaba, en unos días estuvo plenamente espabilado. Le estaban saliendo nuevas plumas, sus ojos eran avispados y sus movimientos eran más rápidos.
Habíamos adquirido conocimientos mutuamente. Empecé a diferenciar sus sonidos y a saber qué es lo que quería a la vez que él también empezaba a conocerme cada vez más. Eran pequeñas señales que sólo los dos conocíamos.
Durante los viajes, él se sentía muy feliz y aunque lo compartía con mis compañeros, siempre regresaba a mí. Se hacía querer y no daba ningún problema ni en el autocar ni durante el día. Yo no creía que pudiera existir un ser vivo tan especial.
Le puse de nombre Lucero y a él parecía gustarle cómo le llamaba porque respondía. La conexión empezó a ser cada vez más intensa, un sentimiento de ser algo mío, se apodero de mí. No sé si era amor, amistad o cariño, pero algo se movía en mi interior, algo se había instalado en mi pensamiento y no estaba dispuesta a dejarlo ir fácilmente.
Se aproximaba el día que tenía que dejar Cuba y pensé que tenía que enseñarle a volar. Empecé a soltarlo a distancias cortas. Sus alas ya se extendían en su totalidad y conseguía nuevos retos. Yo estaba muy orgullosa de sus avances.
Comenté a mis amigos que quería salir del país con mi Lucero y buscaba estrategias del modo de conseguir pasar la aduana y poderlo subir en el avión sin que nadie se diera cuenta.
Al preguntar está opción me dijeron que no se podían trasladar pájaros, y además el ave era de una especie muy buscada y difícil de encontrar.
Había pocas opciones para poder subir a mi amigo conmigo, todo eran impedimentos.
La primera opción era dormirlo y llevarlo conmigo en mi pecho. Se trataba de una buena opción, pero cabía la posibilidad de que muriera. Recordé entonces que tenía Diacepan para darle, pero si me pasaba de la dosis podría matarlo y me sería imposible vivir con esa carga, y si me pillaban sacando una especie protegida de su país no creo que les hiciera gracia.
La otra opción era darlo en adopción, aunque mi amor desinteresado y puro era cada vez más fuerte hacia Lucero, dejaría de verlo y de saber cosas de él, pero prefería que él fuera feliz con otra pajarilla que ahogarlo contra mi pecho.
Llegó el día de la partida y creo que él presintió algo, porque no dejo de acurrucarse durante todo ese día, hasta me cantó una canción hermosa que aún llevo en el corazón.
Durante la estancia en Cuba me hice amiga de una chica hermosa y dulce llamada Luna, y fue a ella a quien le dejé Lucero. Tengo la certeza de que lo dejé en buenas manos, manos tiernas y cariñosas.
Antes de marchar y separarme de él quería un beso para sellar nuestro amor. No fue necesario decirlo. Él se arrimó con su pico y rozo mis labios. Yo le dije al oído que cuando pudiera volar que viniera a verme, que siempre tendría un lugar para él. Él movió la cabeza y soltó algo parecido a un sonido de agradecimiento y lealtad.
Le sonreí, lo cogí con mis manos y lo apoyé en mi pecho. Entonces le di un abrazo que me pareció eterno y le dije adiós.
Él se quedó mirándome y emitiendo aquel extraño sonido una y otra vez.
Dámaris Llaudis

No hay comentarios:

Publicar un comentario